RETRATO DE NETANYAHU

En este retrato de Netanyahu, el periodista Javier Ortega traza una radiografía implacable del personaje, no como figura política convencional, sino como el rostro de un poder que ya no se conmueve. A través de un análisis riguroso y una prosa afilada, el texto desentraña la transformación del primer ministro israelí: de estratega calculador a ejecutor impasible de una política que ha cruzado las fronteras del horror.
Perfil de Netanyahu

Título: PSICOLOGÍA y PERSONALIDAD de BENJAMIN NETANYAHU
Autor: A-Sí Psicología & Comunicación
Fecha: 15 octubre 2023

EL ROSTRO ENDURECIDO POR EL PODER

por Javier Ortega

Frente a las cámaras, Benjamín Netanyahu parece inmóvil. No hay titubeo en su voz, no hay grietas en su dicción. Ni siquiera cuando Gaza es una ruina en directo. Ni siquiera cuando los cadáveres aparecen debajo de las escuelas ni cuando los hospitales bombardeados se llenan de gritos huecos. El rostro permanece. La mirada permanece. Lo que cambia es el decorado.

En cada comparecencia, repite el libreto con una precisión quirúrgica: Israel tiene derecho a defenderse. Israel lucha contra el terrorismo. Israel no ataca civiles, sino amenazas. Y si mueren niños, si hay hambre, si hay mutilaciones sin ambulancia… es culpa del enemigo. Siempre del enemigo.

 

El dolor ajeno, en el universo Netanyahu, es un daño colateral con coartada narrativa.

 

Podría decirse que es cinismo, pero sería simplificar. Netanyahu no improvisa. No actúa con visceralidad. Actúa con método. Cada palabra que pronuncia ha sido calibrada para sonar justa ante sus votantes, comprensible ante las cancillerías aliadas, y vacía ante el horror. Porque en el fondo, ese es su verdadero logro: convertir lo inaceptable en rutina, lo brutal en procedimiento, lo insoportable en necesidad.

No es solo un político. No es solo un líder. Es un administrador del abismo, alguien que aprendió que, en política, la sensibilidad es un estorbo. Que la compasión no gana elecciones. Que el miedo sí.

Y sin embargo, debajo de esa figura imperturbable, se esconde algo aún más inquietante: un hombre que no parpadea. Que ha visto arder barrios enteros, que ha firmado operaciones quirúrgicas que dejan a miles sin piernas, sin casa, sin familia… y que, tras cada masacre, aparece en televisión con la misma compostura que si estuviera inaugurando una autopista.

 

¿Es ideología? ¿Es frialdad? ¿Es cálculo? ¿Es todo junto?

 

Lo que sí es, sin duda, es un símbolo del tiempo que habitamos: líderes que administran el sufrimiento como parte del guion, que endurecen su rostro para que el horror no los salpique. Y que lo hacen, además, con eficacia política. Netanyahu no sobrevive a pesar de la guerra. Sobrevive gracias a ella.

Especial Genocidio en Gaza

II. De estratega a ejecutor: la evolución política

A Netanyahu le gusta proyectar la imagen de un estadista veterano, de esos que han visto de todo y que, por tanto, no se inmutan. En parte es verdad: lleva décadas en el tablero político israelí, y su permanencia —incluso en medio de escándalos, juicios, guerras y protestas masivas— no puede explicarse sin cierta habilidad táctica.

 

Pero lo que lo hace único no es su capacidad para resistir, sino para degradar todo lo que lo rodea con tal de permanecer.

 

Nacido en el seno de una familia intelectual sionista, formado en Estados Unidos, pulido en el marketing político de los años noventa, Netanyahu fue, durante un tiempo, el rostro moderno de la derecha israelí: trajeado, fluido en inglés, neoliberal en lo económico, duro en seguridad, pero aún con límites. No era un fanático, sino un pragmático. Ese Netanyahu ya no existe. O, mejor dicho, se ha sacrificado a sí mismo para conservar el poder.

 

La transición fue progresiva, como suelen ser los descensos éticos que terminan en la deshumanización del otro. Primero, fueron los pactos con sectores religiosos que hasta entonces eran marginales. Luego, la criminalización total del liderazgo palestino, al punto de desactivar cualquier posibilidad real de diálogo. Más tarde, la construcción de un bloque ultraconservador dispuesto a pisotear el orden democrático con tal de protegerlo a él. Finalmente, el abrazo con la extrema derecha, con figuras abiertamente racistas y pro-annexión, cuya única doctrina política es el odio justificado en nombre de la seguridad.

 

Hoy Netanyahu ya no se disfraza de centrista. Es un primer ministro que necesita la guerra para justificar su supervivencia. No porque haya cambiado de valores, sino porque su poder ya no se sostiene sobre consensos, sino sobre trincheras. La lógica es clara: en tiempos de paz, le recuerdan sus casos de corrupción, su asalto al poder judicial, sus pactos impresentables. En tiempos de guerra, en cambio, se vuelve indispensable.

 

«Bibi nos protege», repiten, incluso quienes saben que es él quien ha encendido muchas de las mechas.

 

Pero no todo es cálculo. También hay convicción. Netanyahu ha internalizado una visión paranoica del mundo. Ve enemigos en todas partes, traidores dentro y fuera, y una amenaza existencial constante que lo legitima a él como el último dique de contención. Esa mentalidad de asedio —en parte construida, en parte sentida— lo vuelve impermeable a la crítica, al remordimiento, al dolor.

Lo más grave es que su evolución personal coincide con un fenómeno más amplio: la normalización del extremismo. En Israel, una parte creciente de la población ha sido convencida de que cualquier crítica al gobierno es traición, y que cualquier acción militar —por brutal que sea— es un acto de defensa nacional. Y en ese clima, Netanyahu ya no necesita justificar las masacres: solo necesita administrar su relato.

 

Así, el estratega ha mutado en ejecutor. Ya no negocia con los márgenes del sistema: los ha absorbido. Ya no coquetea con la ultraderecha: gobierna con ella. Ya no busca legitimidad internacional: le basta con la impunidad de los hechos consumados.

Y mientras tanto, el precio lo paga Gaza, lo paga Cisjordania, lo paga la sociedad israelí, lo paga el mundo.

 

Porque cada vez que Netanyahu sobrevive políticamente, alguien muere en algún sitio con su firma invisible al pie del misil.

 

 

III. El relato sagrado de la autodefensa

Si hay algo que Netanyahu ha aprendido a manejar mejor que cualquier otro líder contemporáneo es el lenguaje. No en el sentido poético, sino en su capacidad para moldear la percepción, anestesiar el horror y blindar la impunidad. Cada palabra que usa —“terrorista”, “respuesta proporcional”, “objetivo estratégico”, “zona segura”— está diseñada no para informar, sino para interrumpir la compasión.

Todo lo que rodea a su discurso está cuidadosamente revestido con una capa de legitimidad histórica, de memoria trágica, de excepcionalismo. Israel, dice, tiene derecho a existir, a defenderse, a responder a los ataques. Y eso es cierto. El problema es que, bajo ese paraguas, Netanyahu ha convertido el derecho a defenderse en una licencia para arrasar.

 

Su narrativa no es solo política. Es simbólica, casi litúrgica. En ella, el Estado de Israel es la última muralla contra la barbarie, el pueblo eternamente amenazado que no puede permitirse la debilidad. No hay grises. No hay víctimas del otro lado. Solo amenazas, camufladas de civiles, escondidas entre escombros que —según él— ya estaban condenados.

Cuando bombardea hospitales, dice que hay túneles. Cuando destruye escuelas, dice que se usan como escudos. Cuando mueren niños, dice que la culpa es de Hamás.

 

Cuando no queda nada, dice que fue una operación quirúrgica.

 

Todo está dicho con un tono de precisión quirúrgica, de serenidad institucional. Como si la devastación masiva fuera una mera estadística militar. Como si el sufrimiento, en ciertas geografías, fuera una especie de paisaje natural.

Y lo más inquietante es que muchos le creen. Dentro de Israel, su discurso sigue teniendo poder. No sólo por la maquinaria mediática que lo respalda, sino porque ha conseguido incrustar en el imaginario colectivo la idea de que toda crítica a sus acciones es una traición, una ingenuidad o —la carta siempre lista— una forma de antisemitismo.

Netanyahu se presenta como el protector de Israel, pero también —sutilmente— como el garante moral de la historia judía. Él, y no otro, es el que ha leído correctamente las lecciones del pasado: que la debilidad mata, que la compasión se paga con sangre, que el mundo siempre abandonará a los judíos.

 

Es un uso perverso de la memoria. No como recuerdo para evitar repetir lo peor, sino como escudo para cometerlo.

 

Frente a las imágenes de Gaza en ruinas, frente al colapso humanitario, frente a los testimonios de desesperación, Netanyahu no responde con excusas. Responde con una fórmula. Y esa fórmula —elegante, medida, aparentemente sensata— es el truco más eficaz del horror contemporáneo: una masacre explicada con lógica fría.

El relato de la autodefensa no es solo una coartada. Es una estructura de creencias que le permite funcionar sin colapsar moralmente. Es lo que lo mantiene erguido ante las cámaras. Es lo que le permite no mirar las fotos. Es lo que le da las palabras correctas para que otros digan: “es complicado”.

Pero no es complicado. No cuando los hospitales son blanco. No cuando las cifras de muertos dejan de caber en los gráficos. No cuando el relato ya no intenta ocultar el crimen, sino justificarlo preventivamente.

Ahí es donde Netanyahu deja de ser solo un político. Se convierte en un operador del relato como dispositivo de guerra. Y ahí, más que nunca, se vuelve peligroso.

 

 

IV. El rostro que no se conmueve

Hay una imagen que se repite con frecuencia: Netanyahu, de traje oscuro, ajustando el micrófono con gesto calmo, frente a una fila de banderas perfectamente dispuestas. Detrás de él, el mundo se desmorona. En Gaza, los niños son sacados de los escombros con las manos. Los hospitales operan sin electricidad. Las familias beben agua contaminada. Pero él habla con voz firme, sin temblores. Parece más preocupado por el ángulo de la cámara que por lo que ocurre a pocos kilómetros de distancia.

 

Y esa distancia es precisamente lo que lo define.

 

No se trata de frialdad táctica, ni siquiera de cinismo político. Lo que transmite Netanyahu en sus apariciones públicas —y lo que muchos intuyen en privado— es algo más radical: una completa disociación emocional frente al sufrimiento del otro. Una capacidad aprendida, cultivada, quizás incluso celebrada, de no registrar el dolor humano si no encaja en su relato.

No es que niegue que hay muertos. Es que los convierte en variables operativas, en categorías abstractas dentro de su marco narrativo. «Bajas colaterales», «riesgos inevitables», «costes de la guerra». Palabras cuidadosamente administradas que le permiten sobrevivir políticamente a la devastación que él mismo autoriza.

 

Y eso es lo verdaderamente perturbador: Netanyahu no está fuera de control. No es un fanático desbocado. No grita, no rompe papeles, no lanza amenazas absurdas.

 

Es la encarnación del poder contenido que ya no necesita excusas para destruir.

 

Su rostro no se deforma con la violencia. No tiembla cuando un niño llora sin piernas en las ruinas de una escuela. No se tuerce de asco ni de pena. Porque no hay tiempo para eso. Porque ha aprendido a mirar sin ver, a oír sin escuchar, a decidir sin cargar con las consecuencias.

En el fondo, Netanyahu ya no opera como un político. Opera como un gestor de daño, alguien que ha convertido la desensibilización en herramienta de gobierno. Un líder que ha borrado, poco a poco, la línea entre la eficacia militar y la crueldad sistemática.

 

Lo vemos hablar con serenidad mientras las cifras de muertos escalan como un contador sin freno. Y uno se pregunta, inevitablemente:

¿Duerme por las noches? ¿Tiene alguna imagen que no lo deja en paz? ¿Ha visto alguna vez el rostro de una víctima y ha sentido algo parecido al remordimiento?

No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que, si alguna vez sintió algo, lo ha enterrado tan profundamente que ya no se nota. Y ese es, quizás, el rasgo más monstruoso del poder moderno: no la ira desbocada, no el grito violento, sino la administración silenciosa del sufrimiento, como quien firma informes sin mirar los anexos.

Netanyahu no necesita justificar cada muerte. Le basta con repetir que todas fueron necesarias. Y una vez dicho eso, pasa a otro tema. Una declaración. Una reunión. Un desayuno diplomático. La máquina sigue. Y él sigue con ella.

 

Porque lo suyo no es la furia: es la continuidad del horror por otros medios.

 

Netanyahu ante el espejo del genocidio

Llamar genocidio a lo que ocurre en Gaza no es un gesto retórico. No es un recurso emocional, ni una licencia poética. Es un término jurídico, preciso, con criterios definidos por el derecho internacional. Requiere, entre otras cosas, la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. No basta con la masacre. Hace falta un marco, una voluntad, una persistencia.

Y sin embargo, cuando uno repasa los hechos —los bombardeos sobre civiles, la destrucción sistemática de infraestructuras esenciales, el hambre como arma, la criminalización total del otro, la deshumanización del enemigo— la palabra se vuelve cada vez más difícil de esquivar.

No hace falta demostrar que Netanyahu se levantó una mañana diciendo “vamos a cometer un genocidio”. La maquinaria del horror moderno no funciona así. Funciona por acumulación, por deslizamiento, por repetición de decisiones que, tomadas una tras otra, terminan siendo irrefutables.

  • Cuando autorizas ataques sobre zonas sabiendo que hay refugiados.
  • Cuando impides la entrada de ayuda humanitaria.
  • Cuando justificas miles de muertes con un solo concepto: “terrorismo”.
  • Cuando borras del lenguaje a los civiles, a las madres, a los bebés.
  • Cuando no corriges, no dudas, no te detienes. Entonces el umbral se cruza.
    Y el nombre cambia.

 

Ya no es defensa. Ya no es represalia. Ya no es guerra.

 

Es otra cosa. Y esa otra cosa tiene nombre. Y ese nombre es genocidio.

Netanyahu ha sido advertido por gobiernos, organizaciones internacionales, cortes, expertos legales, relatores especiales de Naciones Unidas. Ha escuchado, desde hace meses, el eco creciente de una acusación que antes parecía impensable: que sus acciones no son solo desproporcionadas, sino criminales. ¿Y qué ha hecho ante eso? Nada. Ha seguido.

Con cada nuevo ataque, con cada justificación en rueda de prensa, con cada veto estadounidense que lo protege, Netanyahu refuerza su convicción de impunidad. No solo cree que tiene derecho a hacer lo que hace: cree que nadie se atreverá a impedirlo. Y hasta ahora, no se ha equivocado.

 

Pero incluso si nunca pisa un tribunal, incluso si muere en su cama como tantos otros arquitectos del horror, el juicio ya ha comenzado. No en La Haya, quizás. Pero sí en la conciencia de millones. En las imágenes que ya no se pueden borrar. En los nombres de los niños que ya no volverán a pronunciarse. En los escombros que alguna vez fueron hospitales. En las madres que cavan con las manos. En el mundo que lo está viendo todo —y que ya no podrá decir que no sabía. El espejo está frente a él. Y lo que refleja no es una guerra difícil.

 

Es un crimen que no necesitaba cometerse, pero que se cometió con cálculo y sin piedad.

 

Ese es su legado. No la seguridad. No la defensa. No el Estado fuerte. Sino la frialdad con la que convirtió el genocidio en política pública.

 

 

VI. Epílogo: ¿Y después qué?

Cuando todo esto termine —si es que termina— alguien dirá que fue una guerra trágica, que se cometieron excesos, que la situación era compleja. Habrá comisiones, documentos, cronologías. Se escribirán columnas sobre “el conflicto”, se hablará de errores tácticos, de daños colaterales, de reconstrucción.

Y Netanyahu seguirá ahí. Tal vez reelecto. Tal vez retirado con honores. Tal vez protegido por aliados que prefieren mirar hacia otro lado.
Tal vez, incluso, posando para la historia como el hombre que defendió a su país frente al mundo.

 

Pero la pregunta persistirá: ¿cómo se trata a alguien que convirtió el genocidio en una extensión burocrática de la soberanía?

 

No se trata solo de juzgarlo, en términos legales. Se trata de reconocer lo que representa. Porque si el siglo XXI normaliza figuras como la suya, si deja pasar esto como una anomalía más, entonces la historia se parte en dos. Y del otro lado no hay ley, ni diplomacia, ni valores: solo fuerza, impunidad y relato.

Netanyahu no es un monstruo mitológico. No es un tirano excéntrico ni un lunático solitario. Es un político racional, occidental, formado, funcional, electo, que usó cada instrumento del poder institucional para hacer lo que hizo.

 

Y eso es lo más inquietante. No fue una aberración. Fue sistema. ¿Y después qué? Después vendrá el silencio. Después vendrán los archivos. Después vendrán los voceros a explicarnos que el contexto era difícil. Pero para las víctimas no habrá después.
Solo ausencia. Solo polvo. Solo nombres que nadie recordará si no insistimos en recordarlos.

Y por eso este texto, esta crónica, esta forma de no callar. Porque aunque Netanyahu no escuche, aunque no tiemble, aunque no parpadee, alguien tiene que decirlo.

Periodista Javier Ortega

Javier Ortega

Javier Ortega estudió Historia en la Universidad de Granada, donde desarrolló su gusto por las narrativas del colapso, las herejías culturales y las marginalidades del pensamiento. Más tarde completó el Máster de Periodismo de El País y cursó estudios parciales en Derecho, lo que le dio herramientas para moverse con precisión verbal incluso en los terrenos más resbaladizos. Javier, como todos nuestros experimentos, es producto del diálogo entre un humano y un humanoide.