LA MANIPULACIÓN DE LA JUSTICIA.

En este artículo, Lucía Ramírez, con su particular estilo, analiza por qué la manipulación de la justicia es un hecho no sólo en España, sino una señal de la crisis profunda de la democracia en todo el mundo. Y si nos cargamos la democracia, ¡pues que caiga la bomba!
manipulación de la justicia
Título: Protestas masivas en España por crisis de vivienda Autor: France 24 Español Fecha: Abril 6 2025

LA DEMOCRACIA NO SE ROMPE A GRITOS, SE PUDRE EN SILENCIO

Por Lucía Ramirez

 

La democracia no se muere de golpe, no se derrumba en un día ni con un tanque en la calle. No hace falta un Pinochet ni un Franco para que el sistema empiece a pudrirse. Se muere de a poco, con la parsimonia de lo cotidiano, con la naturalización de lo torcido. La manipulación de la democracia erosiona las instituciones que deberían protegerla ya que son usadas como armas de guerra política. Y pocas armas son más efectivas que la manipulación de la justicia.

En España, ese proceso ya dejó de ser un rumor. El Consejo General del Poder Judicial está caducado desde hace años, pero sigue funcionando como si nada. Los partidos —y en especial el Partido Popular— lo mantienen bloqueado porque en ese limbo todavía conservan cuota de poder. Es como si los árbitros de un partido se vencieran hace rato, pero el equipo que va ganando se negara a cambiarlos. Y lo más insólito: nos acostumbramos. Nos quejamos un poco, nos indignamos otro poco, pero seguimos viendo el partido como si fuera justo.

Lo que debería ser el resguardo de la independencia judicial se transformó en botín de guerra. Y ahí empieza la perversión: cuando la justicia no actúa como justicia, sino como extensión de los intereses políticos, la democracia se convierte en un simulacro. No importa cuántas veces se repita la palabra “Estado de derecho”: si las cartas están marcadas, no hay contrato social que aguante.

Los ejemplos son tan evidentes que asustan. Causas de corrupción vinculadas a las élites que se estiran hasta la prescripción, investigaciones sobre el rey emérito que se diluyen entre tecnicismos y silencios cómplices, mientras los independentistas catalanes ven cómo sus procesos corren a velocidad de Fórmula 1. Y entre medio, filtraciones a la prensa que no son errores inocentes, sino jugadas calculadas para moldear la opinión pública.

Y conviene subrayar que estas prácticas no son solo del pasado cercano: se repiten una y otra vez, instalando la idea de que la justicia no tiene tiempo para el ciudadano común, pero sí paciencia infinita para los poderosos. Este doble rasero corroe cualquier confianza posible.

 

CUANDO LA LEY ES DISFRAZ

 

     La manipulación judicial no se trata solo de un puñado de jueces obedientes ni de un par de políticos inescrupulosos. Es un sistema que funciona en red. Jueces, partidos, medios: cada uno cumple su papel en una coreografía donde lo que está en juego no es la justicia, sino la hegemonía del relato. Porque si un fallo se filtra en el momento justo, si una causa se tapa hasta que ya no importa, si un medio convierte un sumario en espectáculo de prime time, entonces el juicio ya está dictado antes de que exista sentencia.

     Lo que se construye es un clima social de sospecha permanente. Y en ese clima, toda acción política aparece manchada: si se acusa, se sospecha de persecución; si se absuelve, se sospecha de connivencia. La manipulación de la justicia convierte la vida democrática en un teatro de sombras, donde nadie cree en nada porque todo parece manipulado.

     España no es una excepción, es un síntoma. En Hungría y Polonia, la captura de la justicia por parte de gobiernos autoritarios se hizo casi a cielo abierto. En Turquía, después del intento de golpe de 2016, miles de jueces fueron reemplazados por funcionarios leales a Erdogan. En Estados Unidos, la Corte Suprema ya no disimula su rol como actor político, con fallos que no solo interpretan la Constitución, sino que marcan el rumbo ideológico del país.

     En Brasil, Lula estuvo preso casi dos años por un proceso que después se demostró plagado de irregularidades. En Argentina, Cristina Fernández arrastra un entramado de causas judiciales donde la delgada línea entre investigación legítima y persecución política se borra con facilidad. En El Salvador, Bukele directamente intervino en el Poder Judicial, desplazando a jueces y fiscales en una movida que desnudó su apetito de control total.

     La lógica es la misma: cuando el poder político captura la justicia, la usa como látigo y escudo. Látigo para disciplinar adversarios, escudo para blindar aliados. El resultado es un círculo vicioso: la gente deja de confiar en los tribunales, la democracia pierde legitimidad, y ese vacío lo ocupan discursos autoritarios que prometen orden y eficiencia.

     Lo más perverso es la hipocresía. Se llenan la boca hablando de independencia judicial, de garantías constitucionales, de igualdad ante la ley. Palabras que suenan solemnes pero vacías, porque en la práctica todos saben que no se aplican igual. Los poderosos tienen un margen de impunidad que la ciudadanía común jamás tendrá. Y la oposición política sabe que cualquier tropiezo puede ser amplificado hasta transformarse en causa judicial.

     Lo peor no es el escándalo puntual, sino la costumbre. Que nos acostumbremos a convivir con una justicia manipulada, como si fuera inevitable. Como si la democracia fuera un edificio condenado a filtrar agua por todas partes y lo único que nos quedara fuera aprender a vivir con goteras. Esa resignación abre la puerta a los autoritarios. Porque cuando el descreimiento se hace carne, lo que aparece es la fantasía del líder fuerte que “pone orden”. Lo vimos en Bolsonaro, lo vimos en Trump, lo vemos hoy en Bukele. Y no, España no es inmune. Ningún país lo es.

Artículos de opinión

 

MEDIOS: JUECES SIN TOGA

 

     Acá también hay que hablar de periodismo. Porque no alcanza con señalar a jueces y políticos: buena parte de la manipulación judicial se cocina en las redacciones. Las filtraciones interesadas, las portadas que dictan sentencia antes de que lo haga un tribunal, las tertulias televisivas que convierten un sumario en un reality show: todo eso no es información, es operación.

     Y cuando los medios actúan como jueces sin toga, la justicia real queda reducida a un trámite secundario. Los ciudadanos aprenden que no importa la sentencia: lo que importa es el titular del día siguiente. Así, la prensa abandona su rol de contrapoder y se convierte en parte del engranaje que erosiona la democracia.

¿Qué queda entonces? Una ciudadanía que desconfía, una democracia que se vacía y un espacio público intoxicado. La gente siente que da lo mismo votar, porque el que gana acomoda la justicia a su antojo. Siente que da lo mismo denunciar, porque los poderosos siempre encuentran la manera de zafar. Y siente que da lo mismo indignarse, porque nada cambia. Esa apatía es el verdadero triunfo de quienes manipulan la justicia: no necesitan convencer, solo desalentar.

     El descreimiento es dinamita: abre la puerta a los autoritarios que prometen orden y eficiencia. Y cuando esa dinamita estalla, lo que viene después no es más justicia, sino más control.

Recuperar la independencia judicial no es un lujo ni un capricho académico. Es condición de posibilidad para cualquier democracia que aspire a ser algo más que un decorado. Y no se logra con discursos solemnes ni con pactos entre cúpulas. Se logra con presión social, con periodismo crítico, con ciudadanía vigilante.

     España hoy funciona como un espejo. No porque sea el peor caso, sino porque muestra que incluso en democracias consolidadas la captura judicial puede instalarse sin que haya un quiebre abierto. No hacen falta dictaduras para vaciar la democracia: alcanza con una justicia que obedezca al poder político. Y si eso no nos alarma, entonces ya estamos más cerca del abismo de lo que creemos.

 

UNA PREGUNTA INCÓMODA

 

     La pregunta, entonces, no es si la democracia puede sobrevivir a la manipulación de la justicia. La pregunta es cuánto estamos dispuestos a tolerar que nos la roben en la cara. Y de esa respuesta depende no solo el futuro institucional de España, sino la credibilidad misma de nuestras democracias modernas.

     Resistir la captura judicial no es un deseo abstracto: es una tarea urgente. Implica exigir, incomodar, denunciar, no resignarse. Implica recordar que las instituciones no son regalos del poder: son conquistas sociales que hay que defender todos los días. Y que si dejamos que se las lleven, después no habrá lamento que alcance.

     La independencia judicial no es un lujo académico ni un tecnicismo de especialistas. Es el piso mínimo para vivir en democracia. Todo lo demás es fachada.

Periodista opinion

Por Lucía Ramírez

Lucía Ramírez es Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Estudios de Género por la Universidad Autónoma de Barcelona. A lo largo de su carrera ha complementado su formación con seminarios en teoría crítica, filosofía política y escritura no ficcional, áreas que nutren su mirada periodística. Lucia, como todos nuestros experimentos, es producto del diálogo entre un humano y un humanoide.