VILLACARRILLO, DONDE COMIENZAN LOS VIAJES
Hay lugares que no se eligen: te eligen ellos. Villacarrillo, en el corazón de Jaén, es uno de esos. A primera vista, parece un punto pequeño en el mapa, un respiro entre mares de olivos que se pierden hasta el horizonte. Pero basta detenerse un momento, dejar que el aire huela a tierra húmeda y aceite recién prensado, para entender que este pueblo tiene un ritmo propio: el de la calma antigua, el de la vida que no corre porque no necesita hacerlo.
Fundado allá por el siglo XV, Villacarrillo creció al abrigo de la Sierra de Las Villas, con la montaña al fondo y el cielo siempre limpio. Su historia está hecha de campesinos, de cosechas y de promesas cumplidas con las manos. Aquí la geografía es también una forma de carácter: los inviernos fríos enseñan resistencia, los veranos ardientes enseñan paciencia, y la distancia a las grandes ciudades ha conservado una autenticidad que en otros lugares ya es solo recuerdo.
Caminar por sus calles es escuchar una mezcla de murmullos y risas: los mayores charlando en las puertas, los niños corriendo tras una pelota, las campanas que marcan las horas con una precisión que nadie mira en el reloj. Las fachadas encaladas guardan historias familiares, y las sombras de los olivos que rodean el pueblo parecen custodiar una sabiduría silenciosa, casi sagrada.
Villacarrillo no tiene prisa por ser moderno, y en eso está su encanto. Aquí se cultiva aceite y memoria, tradición y futuro. Desde este punto del mapa se abren los caminos hacia Úbeda y Baeza, joyas renacentistas que parecen brillar a lo lejos, como si la piedra dorada de sus plazas se encendiera al caer la tarde. Pero antes de llegar hasta ellas, merece la pena detenerse aquí, en el origen: en un pueblo que enseña, sin proponérselo, que el lujo más grande es el tiempo bien vivido.
Ven con hambre de calma, con ojos de quien aún se deja sorprender por lo sencillo. Porque en Villacarrillo no se viene a ver, se viene a sentir.
DONDE PERDERSE EN VILLACARRILLO
Si Villacarrillo es el corazón del olivar, Úbeda y Baeza son su memoria de piedra. Tres lugares que se tocan en silencio, unidos por carreteras estrechas y por una luz que parece la misma desde hace siglos.
En Villacarrillo, el viaje comienza despacio, con el sonido de los vencejos y el olor a pan recién horneado. La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, obra de Andrés de Vandelvira, es su joya más evidente: sobria, luminosa, una lección de equilibrio renacentista en mitad del campo jiennense. Alrededor, las calles se enredan en una geometría amable, de balcones con geranios y puertas que siempre se dejan entreabiertas.
A pocos kilómetros, el Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas abre su extensión verde. Es el pulmón del sur, un territorio de senderos, cascadas y silencio. Desde el Mirador del Condado se ve el horizonte como un mar vegetal; allí uno comprende que el olivo no es solo cultivo, sino paisaje, cultura y destino.
Después, el camino se vuelve dorado: Úbeda y Baeza.
Úbeda impresiona por su monumentalidad. La Plaza Vázquez de Molina parece una pintura viva, con su colegiata, el palacio del Deán Ortega y la capilla del Salvador levantándose como si el siglo XVI no hubiera terminado nunca. Pero la verdadera Úbeda se descubre en las calles de atrás: en los talleres de cerámica, donde aún se trabaja el barro con la misma paciencia que hace quinientos años, o en las tabernas donde el vino se sirve con conversación.
Baeza, en cambio, tiene otro pulso: más íntimo, más académico, casi monástico. Fue ciudad de poetas —Antonio Machado enseñó aquí gramática y melancolía—, y su universidad antigua, su catedral y sus plazas silenciosas guardan algo de esa serenidad que solo se encuentra donde la vida ha aprendido a escuchar.
En conjunto, estos tres lugares son una misma lección: que la belleza no necesita ruido. Que el sur puede ser sobrio, que el tiempo puede ser amigo. Que viajar no siempre es buscar lo nuevo, sino reconocer lo que estaba esperándonos desde antes.
PULSO A VILLACARRILLO
La luz. Esa claridad dorada que cae sobre los olivares al atardecer y que convierte cualquier paseo en una escena inolvidable.
El silencio. No el vacío, sino el que deja oír el zumbido de las abejas, las campanas a lo lejos, el murmullo del viento entre los olivos.
La gente. Hospitalaria sin exceso, sabia sin pretensión. Aquí nadie finge: se saluda, se comparte, se escucha.
El sabor. Aceite verde temprano sobre pan tostado, vino local, tomate cortado a cuchillo, conversación lenta.
La calma. Esa rara sensación de que el tiempo no se escapa sino que se asienta, como el poso del café después del desayuno.
EN CONTRA
La distancia. No está en el mapa, está en la vida: la de los jóvenes que se marchan, la de los que regresan solo en verano.
El ritmo. Tan sereno que a veces duele; para quien viene de la prisa, el sosiego puede ser una forma de vértigo.
El silencio del campo. Hermoso, sí, pero también testigo de la despoblación y del trabajo invisible que sostiene el paisaje.
La nostalgia. En cada piedra, en cada conversación, se percibe la memoria de un tiempo que fue más pleno.
La espera. El sur siempre espera algo: la lluvia, la cosecha, el futuro que no llega del todo.
Y, sin embargo, el balance se inclina del lado de la belleza.
Porque en estos pueblos del interior, donde todo parece quieto, aún late una verdad esencial: que el mundo puede seguir girando sin ruido, que el lujo está en lo simple y que viajar no siempre es moverse, sino detenerse lo suficiente para sentir que uno pertenece.
Hay lugares que no se eligen: te eligen ellos. Villacarrillo, en el corazón de Jaén, es uno de esos. A primera vista, parece un punto pequeño en el mapa, un respiro entre mares de olivos que se pierden hasta el horizonte. Pero basta detenerse un momento, dejar que el aire huela a tierra húmeda y aceite recién prensado, para entender que este pueblo tiene un ritmo propio: el de la calma antigua, el de la vida que no corre porque no necesita hacerlo.
Fundado allá por el siglo XV, Villacarrillo creció al abrigo de la Sierra de Las Villas, con la montaña al fondo y el cielo siempre limpio. Su historia está hecha de campesinos, de cosechas y de promesas cumplidas con las manos. Aquí la geografía es también una forma de carácter: los inviernos fríos enseñan resistencia, los veranos ardientes enseñan paciencia, y la distancia a las grandes ciudades ha conservado una autenticidad que en otros lugares ya es solo recuerdo.
Caminar por sus calles es escuchar una mezcla de murmullos y risas: los mayores charlando en las puertas, los niños corriendo tras una pelota, las campanas que marcan las horas con una precisión que nadie mira en el reloj. Las fachadas encaladas guardan historias familiares, y las sombras de los olivos que rodean el pueblo parecen custodiar una sabiduría silenciosa, casi sagrada.
Villacarrillo no tiene prisa por ser moderno, y en eso está su encanto. Aquí se cultiva aceite y memoria, tradición y futuro. Desde este punto del mapa se abren los caminos hacia Úbeda y Baeza, joyas renacentistas que parecen brillar a lo lejos, como si la piedra dorada de sus plazas se encendiera al caer la tarde. Pero antes de llegar hasta ellas, merece la pena detenerse aquí, en el origen: en un pueblo que enseña, sin proponérselo, que el lujo más grande es el tiempo bien vivido.
Ven con hambre de calma, con ojos de quien aún se deja sorprender por lo sencillo. Porque en Villacarrillo no se viene a ver, se viene a sentir.
LO QUE NO VE LA MIRADA DEL TURISTA
Detrás del resplandor de los olivares y del aire quieto de las tardes, Villacarrillo, Úbeda y Baeza guardan una realidad que late en voz baja. Es una belleza que convive con la fragilidad, una vida tejida de contrastes que se entienden solo si uno se queda el tiempo suficiente para mirar sin prisa.
En Villacarrillo, muchos jóvenes se marchan. Algunos a Granada, otros a Madrid o a Alemania. El campo, que durante siglos sostuvo a las familias, ya no ofrece futuro seguro. Quedan los mayores, los que saben leer el cielo y distinguir el momento exacto en que la aceituna está lista. Hablan de precios, de lluvias tardías, de lo caro que se ha vuelto llenar el depósito del tractor. Lo hacen sin queja, con la dignidad callada de quien sabe que cada cosecha es una apuesta.
En Úbeda y Baeza, el turismo ha traído brillo y trabajo, pero también cierta teatralidad. En verano las calles se llenan, los balcones se decoran, los guías levantan banderines de colores. Pero cuando cae la noche y los grupos se van, la piedra vuelve a su silencio antiguo. En las afueras, las casas baratas y los barrios nuevos muestran otra historia: la de quienes limpian los hoteles, la de los que mantienen vivos los talleres de cerámica, la de las mujeres que todavía cargan más horas que derechos.
Y, sin embargo, hay esperanza. En las nuevas cooperativas de aceite ecológico, en los pequeños cafés abiertos por jóvenes que regresaron, en los murales que empiezan a llenar paredes viejas con colores inesperados. Hay una generación que no quiere marcharse, que sueña con quedarse y reinventar lo que siempre estuvo aquí.
Porque la verdad del sur —mi sur— no está solo en su belleza, sino en su resistencia silenciosa. En esa mezcla de orgullo y melancolía que sostiene a la gente. En saber que la vida, como el aceite, necesita tiempo, presión y paciencia para alcanzar su mejor versión.
ALGUNAS PROPUESTAS Y PLANES
1. Viaje cultural
Camina despacio por Úbeda y Baeza. No te preocupes por seguir un itinerario: deja que las plazas te lleven solas. En Úbeda, entra en la Capilla del Salvador cuando el sol comienza a bajar; la piedra dorada se enciende por dentro, como si respirara. Después, cruza hasta Baeza y sube por las calles empedradas hasta la catedral: desde allí el olivar parece un océano inmóvil.
Y si te detienes en la antigua universidad, busca el aula donde Antonio Machado dio clase. Aún flota su voz, enseñando que también la gramática puede ser un acto de amor.
2. Viaje gastronómico
Aquí el aceite no es un ingrediente, es una religión. Prueba el verde temprano, ese zumo denso que huele a hierba recién cortada. Pide pan tostado con tomate, aceitunas machacadas y queso curado. En Villacarrillo hay tabernas pequeñas donde los camareros conocen a todos y los platos se sirven sin prisa.
En Úbeda, busca las almazaras abiertas al público: te enseñarán el proceso del aceite como quien revela una ceremonia. Y en Baeza, cena en una terraza con vistas al valle. Deja que el vino local acompañe la conversación. Comer aquí no es alimentarse: es aprender a agradecer.
3. Viaje de riesgo (o de aventura)
Para los que buscan movimiento, el Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas es un mundo aparte. Senderos que cruzan ríos, pinares infinitos, ciervos que aparecen entre la niebla. Puedes hacer rutas en kayak, escalada o simplemente perderte por el Nacimiento del Guadalquivir, donde el agua surge tímida de la roca.
Pero el verdadero riesgo está en lo emocional: quedarse demasiado tiempo y empezar a soñar con no volver.
4. Viaje interior
Hay quienes viajan para llegar y hay quienes viajan para escucharse. Si perteneces al segundo grupo, este es tu lugar.
Despierta temprano, antes de que el pueblo cobre ruido. Siéntate frente a los olivares con un café en la mano. Mira cómo la luz cambia lentamente el color de la tierra.
Aquí el tiempo no se gasta, se transforma. Este viaje no necesita mapas: solo silencio, sol y un corazón dispuesto a quedarse quieto.
OTROS DESTINOS
Silvia Restrepo Llorente
Hija de madre andaluza —profesora de historia del arte— y de padre colombiano —músico y viajero empedernido—, Silvia creció entre acentos, guitarras y libros. Desde pequeña aprendió que los mapas son promesas y las fronteras, invenciones humanas.