CARTAGENA DE INDIAS: RUMOR DE MAR Y OLVIDO
Hay ciudades que parecen hechas de aire caliente y promesas incumplidas. Cartagena de Indias es una de ellas. Fundada en 1533 por Pedro de Heredia, levantada con piedra coralina y sudor africano, fue durante siglos puerto, muralla, cárcel y sueño. Desde entonces vive entre dos pulsos: la belleza que deslumbra y la historia que duele.
Llegar a Cartagena es entrar en un espejismo tropical. El aire huele a sal y a guayaba, el cielo se derrite sobre los tejados, y los balcones coloniales se desbordan de buganvillas que parecen incendiar las fachadas. Desde las murallas se ve el mar espeso, inmóvil, con esa quietud que engaña: por debajo siguen cruzando las corrientes del comercio y del exilio, de la música y del miedo.
La ciudad amurallada es una joya que brilla incluso cuando se apaga la luz. En sus calles empedradas, el pasado y el presente se saludan con una mezcla de ironía y ternura. Las campanas de las iglesias se mezclan con el reguetón, los coches de caballos con las motocicletas, los turistas con los vendedores de paletas que saben exactamente cuánto dura el calor.
Pero más allá del decorado colonial, Cartagena es un cuerpo vivo. Su geografía física —el mar, los manglares, las islas que la rodean— dialoga con su geografía humana: una mezcla de razas, acentos y memorias. Aquí convergen los herederos de los esclavos y los descendientes de los conquistadores, los poetas de Getsemaní y los pescadores de La Boquilla, los barrios de lujo y los techos de zinc.
Cartagena no se deja encasillar. Es elegante y caótica, sensual y dolida, turística y profunda. Tiene la mirada del Caribe: intensa, directa, un poco insolente. Y quizás por eso, cuando uno camina por ella —entre música, brisa y polvo— siente que está al borde de algo importante, como si cada esquina guardara una historia que el mar todavía no se ha atrevido a borrar.
Lugares donde el mar tiene memoria
Cartagena no se descubre: se recorre con lentitud, dejando que el calor marque el paso. Cada calle, cada sombra, cada esquina tiene su propio pulso.
El viaje comienza dentro de la Ciudad Amurallada, ese corazón de piedra que ha resistido siglos de asedios, huracanes y promesas. Caminar por allí es entrar en un laberinto luminoso: balcones que se desbordan de flores, puertas pintadas de azul o amarillo intenso, fachadas que cuentan historias sin necesidad de palabras. En la Plaza de los Coches, las estatuas de bronce observan un tráfico humano incesante: vendedores, turistas, risas, cansancio. Y un poco más allá, el Portal de los Dulces despliega su alquimia de colores y azúcar: cocadas, enyucados, alegrías. Nada mejor para entender la dulzura obstinada de esta tierra.
Subiendo hacia la Iglesia de San Pedro Claver, la ciudad se vuelve más solemne. Allí reposan los restos del santo que defendió a los esclavos africanos y los trató como hermanos cuando nadie más lo hacía. El aire en la iglesia tiene algo de gratitud y de culpa. Desde la sombra de sus columnas, se percibe la fuerza de la fe que sobrevive al abuso.
Al caer la tarde, hay que subir a las murallas. El sol se hunde lento sobre el Caribe, y la ciudad se enciende en tonos rojos y dorados. Los enamorados se sientan con cerveza en mano, los músicos callejeros improvisan boleros, y el viento trae el eco de todas las lenguas del mundo. Desde arriba, se entiende que Cartagena no es un museo: es un milagro que sigue latiendo.
Pero la verdadera alma está en Getsemaní, el barrio rebelde. Antiguamente obrero y marginal, hoy es un mosaico de murales, cafés, hostales y ritmo. Sus paredes están cubiertas de arte urbano y sus noches, de música. Aquí el viajero no observa: participa. El tambor suena, el ron corre, y la danza se convierte en idioma común.
Y si uno busca un respiro, basta con tomar una lancha y dejar atrás el bullicio. Las Islas del Rosario esperan a menos de una hora: aguas transparentes, coral vivo, silencio salado. En la arena, los pescadores asan pargos y cuentan historias que empiezan siempre igual: “una vez, cuando el mar todavía era de todos…”.
Cartagena es eso: historia, música, mar, herida y fiesta. Una ciudad que lo da todo sin prometer descanso.
PULSO A CARTAGENA
A FAVOR
La luz. Dorada, húmeda, interminable. En Cartagena no hay sombra sin brillo ni noche sin rumor de mar.
La alegría. Aquí la música no adorna: explica la vida. Se canta para olvidar, se baila para resistir.
La mezcla. Herencia africana, raíz indígena, voz española. Tres memorias que, en lugar de anularse, se transforman en ritmo.
El sabor. Arepas de huevo al amanecer, arroz con coco, pescado frito, jugos de frutas imposibles. La cocina aquí no alimenta: celebra.
El color. Las casas, los vestidos, los puestos callejeros: todo parece pintado con el ánimo de quien se niega al gris.
EN CONTRA
El calor. Intenso, envolvente, implacable. La ciudad te abraza hasta el sudor y no te suelta.
El turismo excesivo. Barcos de crucero, cámaras, precios inflados. A veces la autenticidad se esconde para protegerse.
La desigualdad. Detrás del brillo colonial, los barrios pobres resisten sin ser vistos, invisibles bajo el peso del sol.
El ruido. Música, bocinas, voces, todo al mismo tiempo. Cartagena no conoce el silencio.
La nostalgia. Hay algo triste en tanta belleza: como si cada fachada colorida ocultara una herida antigua que no termina de cerrar.
VEREDICTO
Y aun con sus contrastes, Cartagena se impone.
Porque no hay ciudad en el Caribe que combine con tanta naturalidad el esplendor y la herida. Su belleza no es un truco de luz ni una simple herencia colonial: es el resultado de siglos de mezcla, de supervivencia, de gente que aprendió a convertir el dolor en ritmo. Cartagena no es solo un paisaje; es una forma de coraje.
Quien viene buscando postales se deslumbra con los balcones, las flores, el color del mar. Pero quien se queda unos días más comprende que su verdadero fulgor no está en la fachada sino en su gente: vendedores de fruta que saludan con alegría, músicos que improvisan con lo que tienen, mujeres que cargan el peso del día sin perder la sonrisa. Hay una sabiduría antigua en esa forma de vivir, una certeza de que el gozo no es frivolidad, sino defensa.
Cartagena es excesiva, sí —en ruido, en calor, en contraste—, pero también profundamente honesta. No pretende esconder su desigualdad ni disimular su caos. Se muestra tal cual: hermosa y dolida, brillante y desbordada. Y quizá ahí radique su mayor verdad. Porque esta ciudad enseña que la alegría no siempre nace de la abundancia, sino de la resistencia; que la música puede ser una forma de memoria; que el mar, incluso cuando separa, también consuela.
Al final, uno se va de Cartagena con una certeza luminosa: la vida, cuando se celebra, también se repara. En cada risa, en cada baile, en cada gota de sudor que brilla bajo el sol, la ciudad recuerda que seguir siendo feliz en medio de la herida es un acto de valentía. Y esa valentía, esa obstinada alegría, es lo que hace de Cartagena algo más que un destino: un espejo en el que aprender a ser más humano.
LO QUE NO VE LA MIRADA DEL TURISTA
Cartagena es una ciudad partida en dos: la que se muestra y la que resiste. Mientras en el centro histórico los turistas caminan entre coches de caballos y helados de coco, en los barrios periféricos la vida tiene otro ritmo, más lento, más duro, más real.
En el mercado de Bazurto, el aire está cargado de olor a pescado, sudor y especias. Allí no hay decorado, solo vida. Las vendedoras ofrecen fruta con una sonrisa que no se aprende en los hoteles, los hombres descargan cajas bajo un sol que castiga, los músicos improvisan entre puestos de verdura. Es un caos que late, una sinfonía que no necesita permiso.
A pocos kilómetros, los barrios de La Boquilla o Olaya Herrera recuerdan que la ciudad no se reparte igual. Mientras algunos disfrutan de piscinas infinitas frente al mar, otros viven con el agua racionada. Las casas de madera, los techos de zinc y las sonrisas amplias son la otra cara del paraíso. Pero en esa precariedad hay una fuerza que el turismo no logra borrar: la comunidad, la solidaridad, la risa como forma de defensa.
Cartagena brilla, sí, pero también arde. Las desigualdades sociales son visibles, los salarios no alcanzan, y muchos de los que sostienen la belleza —los cocineros, los limpiadores, los guías— apenas pueden caminar por el mismo centro donde trabajan. El encanto de la ciudad, a veces, se construye sobre su propio desequilibrio.
Y, sin embargo, nadie se rinde. En los barrios populares nacen escuelas de música, grupos de teatro, talleres de arte comunitario. Jóvenes que sueñan con transformar la historia desde dentro. En las noches, cuando el calor cede, las familias salen a la calle, sacan sillas de plástico, comparten cerveza y conversación. Ese gesto sencillo —compartir— es la raíz más profunda de Cartagena.
Porque más allá del turismo, del lujo y del discurso, hay una verdad que no se puede comprar: la dignidad alegre del pueblo caribeño, esa forma de seguir bailando aunque el suelo queme.
ALGUNAS PROPUESTAS Y PLANES
1. Viaje cultural
Comienza al amanecer dentro de la Ciudad Amurallada, cuando las calles aún están vacías y los balcones huelen a buganvillas húmedas. Recorre la Plaza de Santo Domingo, entra en la Iglesia de San Pedro Claver y siéntate unos minutos frente a su tumba: no hay mejor lugar para entender la mezcla entre fe y justicia que define esta ciudad.
Después, visita el Museo del Oro Zenú y el Museo de Arte Moderno, donde la historia indígena y la creatividad caribeña dialogan sin miedo.
2. Viaje gastronómico
Comer en Cartagena es descubrir que la felicidad tiene sabor. Prueba las arepas de huevo y el bollo limpio en una esquina de Getsemaní, el ceviche cartagenero en la calle del Arsenal, y termina con un cóctel de mariscos viendo el atardecer en las murallas.
Para los más curiosos, el Mercado de Bazurto es una lección de autenticidad: allí la cocina no se adorna, se celebra. Entre gritos, risas y vapor, descubrirás que el Caribe también se cocina con música.
3. Viaje de riesgo (o aventura)
El verdadero riesgo no está en lo extremo, sino en salir del guion turístico. Cruza en canoa los manglares de La Boquilla, guiado por los pescadores que conocen el lenguaje secreto del agua.
O atrévete a viajar a las Islas del Rosario por tu cuenta: mar turquesa, arrecifes de coral y la sensación de estar lejos del mundo.
El peligro, quizás, sea enamorarse del ritmo lento del Caribe y no querer regresar a la prisa.
4. Viaje interior
Cartagena también ofrece silencio, si se sabe buscar. Despierta temprano y camina por la muralla cuando el sol apenas asoma; escucha el mar y deja que el viento caliente te acaricie la cara.
En el barrio de Getsemaní, siéntate en una terraza al anochecer. Observa la mezcla de acentos, de risas, de vidas.
Allí, entre tanto ruido, puede ocurrir lo inesperado: la calma. Porque esta ciudad, cuando se mira con ternura, no solo cuenta su historia: te ayuda a reconciliarte con la tuya.
Me marcho de Cartagena con la piel aún caliente y la ropa oliendo a sal. Ninguna ciudad se queda tan cerca del cuerpo. Durante días, el ruido del Caribe seguirá sonando dentro: los vendedores de mango, los tambores de Getsemaní, el rumor de las olas golpeando contra la muralla.
Cartagena tiene la extraña virtud de no dejarte igual. Es una ciudad que enseña sin proponérselo: que la alegría puede ser política, que la belleza sin memoria no sirve, que el calor obliga a la honestidad. Aquí nada se disfraza: ni la pobreza, ni el lujo, ni la ternura.
He aprendido que el Caribe no se define por su geografía, sino por su manera de mirar el dolor con una sonrisa. En medio del caos, la vida se abre paso con una elegancia brutal. Y uno, que llega buscando color, se marcha habiendo encontrado humanidad.
Cuando el avión despega, Cartagena queda abajo como una isla de fuego y mar. Sé que volveré —todos los que amamos esta ciudad volvemos—, porque en su mezcla de ritmo y herida hay algo profundamente humano. Cartagena no es solo un destino: es un espejo. En ella uno se ve más vivo, más vulnerable, más cierto.
OTROS DESTINOS
Silvia Restrepo Llorente
Hija de madre andaluza —profesora de historia del arte— y de padre colombiano —músico y viajero empedernido—, Silvia creció entre acentos, guitarras y libros. Desde pequeña aprendió que los mapas son promesas y las fronteras, invenciones humanas.