LEY DIVINA O LEGALIDAD INTERNACIONAL: JEHOVA VS ONU

¿Qué ocurre cuando una promesa divina entra en conflicto con la legalidad internacional? ¿Puede la ONU legislar sobre una tierra que —para millones— fue otorgada por Dios? Este artículo de Ernesto Luque Morales no esquiva las preguntas difíciles. Con su estilo incisivo y su mirada filosófica, el texto explora el núcleo tenso entre ley revelada y legalidad internacional.
Legalidad internacional contra ley divina
Título: GUERRA ISRAEL | El antes y el después de la franja de Gaza Autor: El País Fecha: Noviembre 27 2023

LEY DIVINA O LEGALIDAD INTERNACIONAL: JEHOVA CONTRA LA ONU

 

Esfuérzate y sé valiente; porque tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos. Josue 1:6

 

Jehová contra la ONU. El solo enunciado incomoda. Como si no pertenecieran al mismo plano, como si enfrentarlos implicara un malentendido metafísico. Pero ese malentendido es, precisamente, lo que organiza buena parte de la tensión política contemporánea: el conflicto no resuelto entre ley divina y legalidad internacional.

No es un debate abstracto. Es un pulso concreto entre escrituras sagradas y tratados seculares; entre mandamientos revelados y resoluciones votadas; entre un Dios que promete y una asamblea que media. Y aunque muchos prefieren silenciarlo, el conflicto entre el mandato de la Torá y el consenso de la ONU está en el corazón de una de las disputas más candentes de nuestro tiempo: el destino de la tierra llamada Santa.

 

No hay tribunal en La Haya para los pactos con el cielo.

 

Desde el punto de vista religioso, no hay negociación posible. Yahvé no propuso: decretó. “A tu descendencia daré esta tierra”, le dice a Abraham en el Génesis. La promesa no es simbólica ni metafórica: es territorial. Se repite, se jura, se recuerda en cada ciclo litúrgico. La Torá no habla en términos de soberanía moderna, pero define límites, expulsa pueblos, nombra ciudades. Es una geografía sagrada. Y no se trata solo de un pasado mítico, sino de un presente reclamado. El lenguaje bíblico no ha sido archivado: ha sido activado. Los textos antiguos se convierten en títulos de propiedad.

El derecho internacional, en cambio, no reconoce revelaciones. Nace en la modernidad, no en el Sinaí. Se estructura sobre pactos entre Estados, no sobre pactos con deidades. Su principio básico es la autodeterminación de los pueblos y el respeto por la soberanía. Es un derecho de partes iguales, al menos en el plano ideal. La ONU, heredera de esa tradición, no legisla sobre mandatos celestiales, sino sobre equilibrios humanos. No promete la tierra a nadie: la administra como puede, entre tensiones, poderes y consensos.

Y sin embargo, estas dos lógicas se encuentran. O mejor dicho: chocan. Lo hacen en Jerusalén, en Cisjordania, en cada asentamiento declarado ilegal por el derecho internacional pero justificado por la halajá, la ley judía. Porque para buena parte del sionismo religioso, el Estado de Israel no es solo un proyecto político: es la realización de una promesa eterna. Y cualquier renuncia territorial puede ser vivida como una traición a Dios. En ese marco, lo negociable se vuelve sagrado, y lo sagrado, irrenunciable.

 

El derecho internacional no puede disputar sentido con Yahvé 

 

¿Qué hace entonces la ONU frente a este discurso? Se incomoda. Declara, pero no puede disputar sentido. La legalidad internacional carece de lenguaje para contradecir a Yahvé. Puede hablar de derechos humanos, de líneas de armisticio, de resoluciones incumplidas, pero no tiene herramientas para responder a quien dice: “Esta tierra nos fue dada por mandato divino”. No hay tribunal en La Haya para los pactos con el cielo. La racionalidad secular no encuentra su lugar frente a una teología militante. Choca con un límite que no puede cruzar.

Artículos de opinión

Este desajuste no es exclusivo del conflicto israelí-palestino, pero ahí se vuelve insoportable. Porque en ese espacio se condensan siglos de historia, exilio, persecución, mística y modernidad. Israel es, a la vez, un Estado-nación y una entidad teológica. Un actor internacional y una profecía cumplida. Pretende participar del orden mundial mientras sostiene un fundamento que escapa a sus códigos. Se sienta en la mesa de los Estados, pero con un texto milenario en la mano. Y eso genera perplejidad, rechazo, fascinación.

 

Pero no es Israel el único caso donde la legalidad moderna se ve interpelada por una narrativa teológica. Lo vemos también en Irán, donde la estructura del Estado está tejida en torno a la ley islámica. La sharía no es allí un código paralelo al civil, sino el fundamento mismo del orden jurídico. La República Islámica no disimula su identidad: la afirma, la despliega. Y desde esa afirmación interpreta los tratados internacionales según su propia tradición. El derecho universal es recibido, pero filtrado. Aceptado solo en la medida en que no contradiga el Corán o la interpretación de los ayatolás.

Y más allá del islam o el judaísmo, también el cristianismo político —desde ciertas formas del evangelismo estadounidense hasta los nacionalismos ortodoxos— ha comenzado a cuestionar abiertamente el orden laico internacional. En todos los casos, el argumento es el mismo: la verdad revelada está por encima del consenso humano. El pacto con Dios vale más que los tratados entre hombres.

 

La ONU, por su parte, no es inocente. Ha pretendido, en muchas ocasiones, operar como una especie de conciencia planetaria, un árbitro global por encima de los conflictos locales. Pero esa pretensión universalista ha sido vista, con razón, como una forma de imperialismo cultural. Una legalidad que se presenta como neutral, pero que lleva inscrita la marca de una modernidad europea, secular, racionalista. Una legalidad que, al imponerse, desconoce o minimiza la legitimidad de otras fuentes de sentido.

Para algunos esto es inaceptable. Para otros, inevitable. Pero lo cierto es que ninguna de las dos lógicas puede simplemente ignorar a la otra. La ONU no desaparecerá. Pero la Torá tampoco. El problema no es elegir entre una y otra, sino pensar si es posible una articulación más honesta entre ambas. No una conciliación ingenua, sino un diálogo tenso, sin atajos, sin superioridades morales prefabricadas.

 

Quizá el verdadero milagro no consista en la posesión de una tierra, sino en la posibilidad de vivir en ella sin matarse por su sentido. 

 

Tal vez la clave no esté en la renuncia, sino en la traducción. En preguntarse qué puede significar “tierra prometida” en un mundo de derechos compartidos. Qué implicaría leer el Talmud no como un código excluyente, sino como un archivo que convive con otros. Qué significaría que el derecho internacional no se construya desde la pretensión de neutralidad absoluta, sino desde una laicidad consciente de los relatos que lo rodean. Una laicidad que no excluya, sino que escuche. Que no tema a lo sagrado, pero tampoco le rinda culto.

No se trata de validar toda teología ni de convertir el derecho en exégesis. Pero sí de aceptar que hay actores políticos que no separan lo legal de lo divino, lo histórico de lo escatológico. Y que si no se los quiere expulsar del campo de lo legítimo, hay que aprender a escucharlos sin concederles el monopolio del sentido. Porque el riesgo de no escuchar es mayor: convertir el derecho internacional en una abstracción vacía, y la fe en un refugio armado.

 

La legalidad internacional debe mantener su vocación universal, pero también reconocer que su universalismo ha sido, muchas veces, una forma de ceguera. La fe, cuando se politiza, no desaparece por decreto. No basta con invocar los derechos humanos si no se comprende la gramática espiritual del otro. Ni basta con citar resoluciones si el otro responde con profecías. El choque no es solo entre normas, sino entre mundos. Entre formas distintas de imaginar la justicia, la historia y el futuro.

¿Es posible una síntesis? Tal vez no. Pero sí es posible una zona intermedia, un espacio de tensión pensada, donde la ONU no sea vista solo como una institución occidental decadente, ni la Torá como un arma de conquista. Un lugar donde el derecho no sea solo instrumento de poder, ni la religión solo pretexto de dominación. Un lugar que incomode a todos, pero que no excluya a nadie. Un lugar sin promesas de redención, pero con un mínimo de reconocimiento mutuo.

 

Pensar esa zona, habitarla, incomoda. Pero también puede abrir nuevas formas de convivencia. Porque si hay algo que ambos discursos comparten —la ley internacional y la ley revelada— es que se piensan como promesa. Y en tiempos de cinismo brutal, tal vez esa coincidencia pueda ser el inicio de algo más fecundo que el enfrentamiento eterno. Porque quizá el verdadero milagro no consista en la posesión de una tierra, sino en la posibilidad de vivir en ella sin matarse por su sentido.

Pero hay otra cosa aún más obscena: la equidistancia. Esa idea de que todos son culpables. Esa retórica del “conflicto complejo”. Claro que es complejo. Pero eso no impide tomar postura. De hecho, en medio de una masacre, no tomar postura es elegir el lado del verdugo.

 

¿Y entonces qué hacemos?

Decir la verdad. Llamar a las cosas por su nombre. Genocidio. Apartheid. Crimen de guerra. Colonialismo. Supremacía étnica. Impunidad internacional. Denunciarlos uno por uno, sin miedo.

Exigir el alto el fuego inmediato. El fin del sitio. El acceso humanitario sin condiciones. El cese de la ocupación. Justicia para las víctimas. Y juicio para los responsables.

Y mientras eso no suceda, seguir gritando, seguir escribiendo, seguir marchando, seguir incomodando. Porque la neutralidad —cuando hay niños enterrados vivos bajo los escombros— es complicidad. Y el silencio, una forma más elegante de disparar.

No estamos ante una guerra. Estamos ante un genocidio televisado. Y si el mundo no lo detiene, lo habrá avalado. Y eso, no se borra. Ni con comunicados. Ni con lágrimas diplomáticas. Ni con premios de consolación.

 

 

Pero ¿Cómo podemos detener el genocidio en Gaza?

 

 

Dejemos de mirar para otro lado. Y es que no puede haber neutralidad posible frente al exterminio. No hay excusa moral, ni política, ni cultural que justifique el silencio. Y es que no hace falta ser experto, ni tener una ONG, ni hablar árabe o hebreo, para entender esto. Basta con ser un humano. Con tener una ética básica y una mínima capacidad de empatía para sentir horror ante lo inadmisible. Ya no alcanza con conmoverse. Hay que moverse. Y hay que gritar: ¡No a la barbarie! ¡No al genocidio en Gaza!

 

Nombrar. Denunciar. Presionar. Organizar. Desobedecer. Resistir.

 

Sí, desde acá. Desde España, desde Europa. Porque el genocidio en Gaza no es algo ajeno, no es «allá lejos». Está financiado con nuestros impuestos. Sostenido por nuestros gobiernos. Avalado por nuestros parlamentos. Y bendecido por nuestros silencios.

 

¿Y cómo?

Primero, desobedecer el relato oficial.
No repetir como loros que esto es una “guerra”. No aceptar que hay dos bandos iguales. No comprar el argumento de la legítima defensa. No permitir que conviertan al pueblo palestino en una categoría del olvido.

Segundo, convertir la indignación en acción.
Firmar peticiones. Escribir a los diputados. Presionar a las universidades para que se pronuncien. Participar de las manifestaciones. Crear redes de solidaridad. Apoyar el movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones). No comprar productos que financian la ocupación.

Tercero, recuperar la calle.
No hay red social que reemplace el cuerpo en la plaza. No hay hashtag que iguale la fuerza de una multitud. Hay que salir. Gritar. Interrumpir la normalidad. Que no se pueda hablar de otra cosa mientras caen bombas sobre niños.

Cuarto, educar. Romper el cerco mediático.
Compartir lecturas. Escuchar a las voces palestinas. Desmentir titulares. Hacer pedagogía entre amigos, en el aula, en casa. Porque la colonización no es sólo territorial, también es simbólica. Y hay que desarmarla palabra por palabra.

 

Y por último, mantenernos. Aunque duela. Aunque canse. Aunque parezca inútil.

 

Porque el genocidio no es un estallido. Es un proceso. Y lo que hagamos hoy —o dejemos de hacer— define no sólo la vida de miles de personas, sino también quiénes somos nosotros frente a la historia.

No podemos detener las bombas desde acá, pero podemos hacer que no pasen desapercibidas. Podemos construir un muro de vergüenza alrededor de los cómplices. Podemos convertir cada silencio institucional en un escándalo. Y sobre todo, podemos mirar a los ojos a Palestina y decirle: no estás sola.

Porque si dejamos pasar esto, ¿qué nos queda? ¿Qué humanidad defendemos?

Esto no va de religiones. No va de fronteras. No va de Oriente o de Occidente. Esto va de detener el exterminio de un pueblo. Punto.

Y en esa tarea, cada gesto cuenta.

 

Ernesto Luque Morales, periodista y filósofo

Ernesto Luque Morales

Doctor en Filosofía por la Universidad de Sevilla, con estudios de posgrado en Berlín y París, Ernesto Luque ha dedicado su vida a pensar lo contemporáneo con una mezcla de rigor, lucidez y escepticismo elegante. Su formación atraviesa tanto la filosofía clásica como la crítica moderna, con influencias que van de Heráclito a Cioran, de Spinoza a Byung-Chul Han, pasando por Nietzsche, Arendt y Didi-Huberman. Ernesto, como todos nuestros experimentos, es producto del diálogo entre un humano y un humanoide.