UN GENOCIDIO ES UN GENOCIDIO

Un genocidio es un genocidio” no es una frase lanzada al viento: es una declaración ética, política y humanista. En este artículo, Lucía Ramírez nos invita a mirar de frente la tragedia que acontece en Gaza sin eufemismos, sin retórica diplomática y sin anestesia.
Un genocidio es un genocidio
Título: GUERRA ISRAEL | El antes y el después de la franja de Gaza Autor: El País Fecha: Noviembre 27 2023

UN GENOCIDIO ES UN GENOCIDIO

Por: Lucía Ramirez

Lo primero que se borra en una guerra es la verdad. Lo segundo, el nombre de las cosas. Lo que queda es una coreografía de eufemismos: «daños colaterales», «terrorismo», «respuesta legítima», «objetivos estratégicos». El lenguaje empieza a trabajar para el asesino, y el asesino se vuelve respetable.

Desde hace meses, el cielo sobre Gaza no es cielo: es una cámara de gas abierta, una explosión lenta. Caen bombas, sí. Pero también cae silencio. Cae complicidad. Cae toda la arquitectura del derecho internacional, hecha trizas bajo los escombros de los hospitales, de los campos de refugiados, de los campamentos escolares.

Y mientras tanto, nos preguntan si esto es o no es un genocidio. Como si el umbral de horror necesitara el sello de Naciones Unidas para volverse intolerable. Como si el exterminio planificado de un pueblo pudiera justificarse por el grito de un cohete. Como si la vida de 30.000 personas —mujeres, niñas, bebés quemados vivos— pudiera ser balanceada en la balanza de una supuesta “legítima defensa”. Nombrar lo que sucede en Gaza como genocidio no es una exageración. Es un acto de precisión moral. Y de dignidad política.

 

«Todo lo que se mueve es objetivo militar», dijo un oficial israelí. Y lo dijo en televisión, sin que se le moviera un músculo de la cara.

 

No hace falta ser jurista, ni especialista en conflictos armados. Hace falta tener ojos. Hace falta tener memoria. Hace falta tener corazón. Lo que Israel lleva haciendo desde octubre de 2023 en Gaza no es una guerra. Es una campaña de exterminio, dirigida, anunciada y celebrada. ¿Cómo se llama si no cuando se destruyen hospitales, panaderías, universidades, cuando se corta el agua, la luz, los alimentos, cuando se impide que entren médicos y se dispara contra las ambulancias?

¿Cómo se llama cuando se bombardean corredores humanitarios? ¿Cuando se utiliza el hambre como táctica de guerra? ¿Cuando se ataca, una y otra vez, a las agencias de la ONU? ¿Cuando se mata a periodistas, a voluntarios, a civiles desarmados, y luego se los acusa de “escudos humanos”? Se llama genocidio. Y hay que decirlo sin titubeos, sin matices, sin peros.

 

Israel no está combatiendo a Hamás. Está castigando a una población civil por existir. Está ejecutando un proyecto viejo con métodos nuevos: la limpieza étnica de Palestina.

 

No se trata de justificar a Hamás. Nadie en su sano juicio puede aplaudir el horror de los atentados del 7 de octubre. Nadie. Secuestrar, torturar, matar civiles, usar el terror como táctica: eso es inaceptable. Es inhumano. Pero una cosa es condenar a Hamás, y otra —muy distinta— es comprar sin cuestionar la narrativa de su contraparte.

Artículos de opinión

El 7 de octubre fue el clímax de una tragedia anunciada. Pero la película no empieza ahí. Empieza con décadas de ocupación, con niños palestinos creciendo entre ruinas, con colonos armados tomando casas a plena luz del día, con soldados disparando a las piernas de los adolescentes, con checkpoints que convierten cada día en un campo minado.

Empieza con una política sistemática de desposesión, de apartheid, de humillación. Y todo eso, avalado y financiado por las potencias occidentales que hoy se golpean el pecho hablando de democracia y derechos humanos.


Estados Unidos y la Unión Europea se miran el ombligo mientras financian la masacre. Lo hacen en nombre de la seguridad. Lo hacen en nombre del «equilibrio geopolítico». Lo hacen en nombre del negocio.


Trump lo dijo sin rubor: “Gaza podría ser un lugar hermoso. Resorts, casinos, centros comerciales”. No lo dijo un loco en un foro de Reddit. Lo dijo un expresidente de Estados Unidos, en campaña, con una sonrisa en la cara. Lo dijo como quien mira un mapa y traza líneas con un lápiz. Como quien planifica una “solución final” con la lógica del urbanismo neoliberal.

Y mientras tanto, Netanyahu se presenta como el último bastión contra la barbarie, cuando en realidad dirige una de las campañas más brutales de exterminio que hemos visto en el siglo XXI. Se rodea de ministros que sueñan con borrar a Gaza del mapa. Colonos que queman olivos centenarios como gesto simbólico de posesión. Extremistas mesiánicos que citan la Biblia para justificar la sangre. Todo eso, legitimado por una narrativa de “defensa de Occidente” frente al islam radical.


No es defensa. No es seguridad. Es ocupación. Es supremacía. Es racismo institucional. Es limpieza étnica.


¿Y Europa? Europa hace lo que mejor sabe hacer: mirar para otro lado. Aplaudir a Israel en el Parlamento Europeo. Criminalizar la protesta. Prohibir banderas palestinas en escuelas y plazas. Cancelar festivales por incluir voces críticas. ¿Desde cuándo defender el derecho a la vida es delito?

El problema no es sólo Israel. Es también el relato que lo sostiene. Es la maquinaria mediática que reduce un conflicto histórico a una pelea entre “civilización y barbarie”. Es la manera en que se nos presenta esta masacre como una operación quirúrgica. Como si lanzar 2.000 kilos de explosivos sobre una ciudad fuera una cuestión de higiene. ¿Cuánto vale una vida palestina? ¿Cuánto vale una escuela llena de niños? ¿Cuánto vale una madre que escarba con las uñas los escombros buscando a su hija?

 

Lo que pasa en Gaza no es un exceso. Es un plan. Y ese plan no se detendrá con comunicados. Necesita presión. Necesita coraje. Necesita resistencia.

Hay algo obsceno en cómo el mundo se acostumbra a la muerte. En cómo convertimos el dolor ajeno en parte del decorado. En cómo las cifras se vuelven ruido. “Hoy murieron 450”. “Ayer, 300”. Mañana, otra escuela. Pasado, otra panadería. Y así se borra el espanto.

Pero hay otra cosa aún más obscena: la equidistancia. Esa idea de que todos son culpables. Esa retórica del “conflicto complejo”. Claro que es complejo. Pero eso no impide tomar postura. De hecho, en medio de una masacre, no tomar postura es elegir el lado del verdugo.

 

¿Y entonces qué hacemos?

Decir la verdad. Llamar a las cosas por su nombre. Genocidio. Apartheid. Crimen de guerra. Colonialismo. Supremacía étnica. Impunidad internacional. Denunciarlos uno por uno, sin miedo.

Exigir el alto el fuego inmediato. El fin del sitio. El acceso humanitario sin condiciones. El cese de la ocupación. Justicia para las víctimas. Y juicio para los responsables.

Y mientras eso no suceda, seguir gritando, seguir escribiendo, seguir marchando, seguir incomodando. Porque la neutralidad —cuando hay niños enterrados vivos bajo los escombros— es complicidad. Y el silencio, una forma más elegante de disparar.

No estamos ante una guerra. Estamos ante un genocidio televisado. Y si el mundo no lo detiene, lo habrá avalado. Y eso, no se borra. Ni con comunicados. Ni con lágrimas diplomáticas. Ni con premios de consolación.

 

 

Pero ¿Cómo podemos detener el genocidio en Gaza?

 

 

Dejemos de mirar para otro lado. Y es que no puede haber neutralidad posible frente al exterminio. No hay excusa moral, ni política, ni cultural que justifique el silencio. Y es que no hace falta ser experto, ni tener una ONG, ni hablar árabe o hebreo, para entender esto. Basta con ser un humano. Con tener una ética básica y una mínima capacidad de empatía para sentir horror ante lo inadmisible. Ya no alcanza con conmoverse. Hay que moverse. Y hay que gritar: ¡No a la barbarie! ¡No al genocidio en Gaza!

 

Nombrar. Denunciar. Presionar. Organizar. Desobedecer. Resistir.

 

Sí, desde acá. Desde España, desde Europa. Porque el genocidio en Gaza no es algo ajeno, no es «allá lejos». Está financiado con nuestros impuestos. Sostenido por nuestros gobiernos. Avalado por nuestros parlamentos. Y bendecido por nuestros silencios.

 

¿Y cómo?

Primero, desobedecer el relato oficial.
No repetir como loros que esto es una “guerra”. No aceptar que hay dos bandos iguales. No comprar el argumento de la legítima defensa. No permitir que conviertan al pueblo palestino en una categoría del olvido.

Segundo, convertir la indignación en acción.
Firmar peticiones. Escribir a los diputados. Presionar a las universidades para que se pronuncien. Participar de las manifestaciones. Crear redes de solidaridad. Apoyar el movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones). No comprar productos que financian la ocupación.

Tercero, recuperar la calle.
No hay red social que reemplace el cuerpo en la plaza. No hay hashtag que iguale la fuerza de una multitud. Hay que salir. Gritar. Interrumpir la normalidad. Que no se pueda hablar de otra cosa mientras caen bombas sobre niños.

Cuarto, educar. Romper el cerco mediático.
Compartir lecturas. Escuchar a las voces palestinas. Desmentir titulares. Hacer pedagogía entre amigos, en el aula, en casa. Porque la colonización no es sólo territorial, también es simbólica. Y hay que desarmarla palabra por palabra.

 

Y por último, mantenernos. Aunque duela. Aunque canse. Aunque parezca inútil.

 

Porque el genocidio no es un estallido. Es un proceso. Y lo que hagamos hoy —o dejemos de hacer— define no sólo la vida de miles de personas, sino también quiénes somos nosotros frente a la historia.

No podemos detener las bombas desde acá, pero podemos hacer que no pasen desapercibidas. Podemos construir un muro de vergüenza alrededor de los cómplices. Podemos convertir cada silencio institucional en un escándalo. Y sobre todo, podemos mirar a los ojos a Palestina y decirle: no estás sola.

Porque si dejamos pasar esto, ¿qué nos queda? ¿Qué humanidad defendemos?

Esto no va de religiones. No va de fronteras. No va de Oriente o de Occidente. Esto va de detener el exterminio de un pueblo. Punto.

Y en esa tarea, cada gesto cuenta.

 

Periodista opinion

Por Lucía Ramírez

Lucía Ramírez es Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Estudios de Género por la Universidad Autónoma de Barcelona. A lo largo de su carrera ha complementado su formación con seminarios en teoría crítica, filosofía política y escritura no ficcional, áreas que nutren su mirada periodística. Lucia, como todos nuestros experimentos, es producto del diálogo entre un humano y un humanoide.